miércoles, 25 de septiembre de 2019


P
rioridades.


                A veces nos arrepentimos de haber tomado una vía en vez de otra, otras veces nos alegramos de haber tomado una decisión acertada para ese momento; no siempre es lo mismo para los demás que para nosotros, ni los caminos de los demás siempre son más acertados.
                Esto me recuerda, si me lo permiten que lo relate con carácter simpático, a una cuestión que sin querer me vi envuelta; contestando airada a una pregunta acerté con la cuestión de la prioridad que le di a mi vida. Déjenme que lo relate:

                Hace unos años me llamaron para que limpiase un apartamento, ya que yo me dedico a la asistencia del hogar, o sea limpiar casas por mi cuenta. En él habitaban de veraneo dos mujeres entradas en años, cuando digo entradas en años hablo de los noventa, arriba o abajo.
                Las señoras en cuestión eran hermanas y solteras, trabajadoras en su juventud en ministerios, huérfanas de militar. ¿Qué por qué doy tantos datos? Se preguntarán. Porque quiero resaltar que eran mujeres a las que la falta de la economía no las había visitado en su vida. Tenían piso en Madrid mirando al parque del Retiro, un apartamento en plena Costa del Sol, mirando a la playa, y del que eran asiduas en sus visitas a dicho apartamento.
Su trato con los vecinos siempre fue amable, y simpático; cuando me propusieron desde la portería el tema de limpieza… yo, francamente, me desviví por atenderlas, claro está, no por el dinero, más bien por el sentido de prioridad que una pone a veces, por aquello de mujeres solas… mayores… amables…etc.
                Bien, llega el día acordado, me presento puntual, con ganas de ayudar, después de las sonrisas de presentación, y de los saludos formales, les pregunto que qué quieren que haga, y que por donde empiezo.
-          Bueno, -me decía la más mayor-, puedes empezar por la terraza, te he preparado un cepillo para que limpies las sillas de la terraza, que son de hierro y pintadas en blanco, ¡mira qué bonitas son!
Me llevan dirección al balcón y caminan una detrás de la otra a paso tortuga, lo normal a esas edades, yo lo entiendo. Me muestran el balcón y las sillas que quieren limpiar, muy bonitas por cierto, de forja blanca, haciendo juego con la mesita, muy ornamentadas, muy pesonas para mi gusto, no para el mío en concreto, más bien pensaba en sus edades y fuerzas. Me da instrucciones para que use un “bañito” (un cubito de plástico) con agua y amoniaco y un cepillo para el trabajo. 
-          ¿…? ¡Era un cepillo de dientes!
A decir verdad me quedé un poco perpleja, pensé que con eso me iba a tirar todo el día, y viendo que aunque la casa no era grande, iba a echar más horas de las que pensaba.
-          ¿No sería mejor usar un cepillo más grande? Les comenté yo, además si quieren limpiar el resto de la casa se nos hará tarde.
-          No tenemos otro, yo lo uso para limpiar por los agujeritos que son pequeños.
-          No se preocupe yo traigo mi propio set de limpieza y creo que tengo uno más grande. De todas formas usaré el suyo para las oquedades pequeñas.
No parecían muy contentas con la solución, pero las dejé pensándolo en el balcón mientras yo me escapaba por un lateral en un descuido, en busca de mis cosas de limpieza.
Ahí es donde me di cuenta de que el trabajo iba a ser más de psicología que de limpieza, lo digo porque no me dejaban andar contándome toda su vida desde que nacieron hasta ahora. Cada vez que intentaba coger agua de la cocina me decían que en la cocina no entrase. ¿…? Yo necesitaba el agua, así es que me dirigía al baño a ver si allí podía cogerla desde la ducha. Ahí estaba el problema… el pasillo era estrecho, las dos mujeres escoltándome caminando a paso de tortuga, hablándome de sus logros y su acaudalada familia. No podía meterles prisa, ni decirles que me interrumpían mi trabajo; ante todo paciencia y cortesía, me decía para mis adentros, pero me reconcomía de los nervios. En ocasiones aprovechaba los descuidos de las dos hermanas para tomar un atajo por la habitación que comunicaba con el balcón, y que me llevaba al baño. Menos mal que se cansaban y se iban a sentarse al sofá a dar una cabezadita. ¡Les duraba poco!
En cuanto abrían los ojos volvían a perseguirme, y a ponerse entre la escoba y el recogedor. Volvían a mencionarme de nuevo sus actitudes para la pintura y la escultura, me llevaban con el ¡mira! ¡mira! a donde tenían una escultura hecha de papel de periódico pintada, y un cuadro que le habían hecho a su difunto padre militar, ¡eso unas diez veces! No había manera de trabajar en condiciones, para cuando me dejaban moverme ya no me acordaba qué estaba haciendo yo, si barriendo o limpiando cristales. Y claro está, en cuanto me localizaban con su lento andar volvían a escoltarme y a ofrecerme un zumito, “lo habían comprado parta mí”, decían mientras me apuntaban a que usase un vaso para tomarlo. ¡Qué lástima llegar a viejo y sólo! Aunque estas señoras eran dos supongo que con los años que ya tenían era como estar solas, no había mucho que contar, habían pasado toda la vida juntas.
Pues eso, que entre despiste y despiste podía adelantar en el trabajo; cuando las veía venir a las dos en fila, y a pasito a pasito, yo intentaba dar la vuelta en círculo por el salón al balcón,   de allí a la habitación y al cuarto de baño, y este a su vez daba al pasillo del salón. Mientras hacían el recorrido me daba tiempo para limpiar algo. Me hablaban de sus cosas desde lejos, y yo asentía con un “aja” desde lejos también, y cuando las veía llegar otra vez les hacía el recorrido, pero esta vez al revés. ¡Pobres! Ahora me dan lastima, pero entiéndanme, es que si no lo hago así aún estoy allí intentando salir del placaje que me hacían con sus charlas y batallitas.
Con tanto paseíto persiguiéndome al final les dio un sueño más largo y ahí las tenía a las dos en los sillones correspondientes roncando a pierna suelta. ¡Ahora sí que pude adelantar bastante!
En un pis pas pude hacerles las camas sin que me levantasen las sabanas tres o cuatro veces para enseñarme sus colchones nuevos, me decían con sonrisita de media mueca: “Nosotras no nos orinamos”. Pude fregar los suelos sin que me los pisoteasen, y limpiarles el baño con lejía sin que me dijesen que olía muy fuerte.
Pero cuando iba a entrar a la cocina… ¡zas!, se despertaron como a quien le suena una alarma de una central nuclear… y enseguida me dijeron que en la cocina no; la verdad es que la cocina era lo peor de la casa, ¡pero si en la cocina no, es que no! De nuevo volvieron a rodearme en el estrecho pasillo de lo que da un apartamento de playa, y volvieron a contarme de su bienestar en la casa de su padre militar, de sus ganancias y su educación, de sus artes para los estudios y sus logros de trabajar en ministerios etc… etc… Cuando les dije que a mí también se me daba bien lo de la pintura y que había escrito algún libro que otro… sacando el móvil pude enseñarles mi web y algunos cuadros que tenía expuestos… las dos se miraron la una a la otra, y sin reparos me preguntaron que por qué me había puesto a servir (servir en el argot de los años 50 querían decir ser una criada, una chacha).
Ahí sí que me vine arriba yo y les dije: “Señora, porque yo desde chiquita me dediqué a montar una familia y no a vivir de mis padres, este trabajo me permite ganar un sueldo dignamente, atender a mi familia numerosa, y a dedicar las horas al mundo laboral que a mí me vengan bien, sin llevarme el trabajo a casa”.
¡ZASCA! ¡Prioridades señoras, prioridades! Cada uno gasta su tiempo y vida en lo que le venga en gana. No les dije eso, por supuesto, pero con ganas me quedé. Claro está que yo no tenía padres con sueldazos ni herencias, ni piso en el retiro de Madrid, ni apartamento de playa, pero si tenía una casa, y un monedero con dinero a diario, y la vida repleta de todo.
¡Jolines! algo no debió de gustar porque no volvieron a llamarme más. Me pagaron y adiós muy buenas. Lástima, porque yo las tenía en estima por aquello de la edad y hacerle bien a los mayores. En fin, cosas que pasan. ¿Saben qué? Al mucho tiempo me enteré del por qué no querían que entrase a la cocina; una de las pocas veces que salieron a comer fuera se les olvidó coger las llaves de casa a las dos, y claro a la vuelta no tenían como entrar. Bajaron de nuevo a la portería y llamaron al portero en su hora de descanso para que buscase a un cerrajero y poder entrar en su casa, pero cuando este les dijo lo que cobraba… se llevaron las manos a la cabeza.
-“¡Qué barbaridad, válgame el señor!
 ¡Que no venga, que con eso ponemos puerta nueva!
Mejor que entre el portero por la casa del vecino y salte de balcón a balcón.
-Yo me decía para mis adentros: (Total, son cuatro pisos de altura, separados por un cristal de vidrio armado que no se cae porque tienen una malla metálica dentro, que si no ya estarían en la calle porque estaban como un puzle, y para más inri el toldo estaba sujeto a la baranda, o sea que si se cae el portero… hay más porteros para reemplazarlo) 
Ahí es donde el portero me contó lo de no entrar a la cocina, parece que guardaban las llaves en las cacerolas y algunas joyas de valor entre los cacharros. Cosas de viejitos.
Con este relato quería dejar constancia de que las prioridades de unos no son las de otros, cada cual pone énfasis en los asuntos que mejor les convenga; ya ven, al final las pobres señoras fallecieron en una residencia después de encontrarlas tiradas en el suelo de su piso de Madrid, por tres días, parece que una se cayó y no podía levantarse, la otra fue a ayudarla y se quedó también tirada en el suelo. El portero al ver que no bajaban a comprar el zumo de las mañanas le extrañó y dio parte a las autoridades. El juez se hizo cargo de las dos ingresándolas en una residencia, sus pertenencias y sus ahorros fueron a parar a ONGs y a la iglesia. No tenían descendencia, no quisieron gastar en su atención personal y se vieron aguantando en una residencia el impedimento de no volver a su casa, por orden del juez, hasta su fallecimiento.
Yo aquí estoy priorizando con mi futuro, si podré entrar a una residencia cuando esté viejita, porque dinero no hay para lo que piden, o meterme en casa de uno de mis hijos a molestarlos, ya veré llegado el momento, ve tú a saber a dónde iremos a parar. 




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