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rioridades.
A veces nos arrepentimos de
haber tomado una vía en vez de otra, otras veces nos alegramos de haber tomado
una decisión acertada para ese momento; no siempre es lo mismo para los demás
que para nosotros, ni los caminos de los demás siempre son más acertados.
Esto me recuerda, si me lo
permiten que lo relate con carácter simpático, a una cuestión que sin querer me
vi envuelta; contestando airada a una pregunta acerté con la cuestión de la
prioridad que le di a mi vida. Déjenme que lo relate:
Hace unos años me llamaron para
que limpiase un apartamento, ya que yo me dedico a la asistencia del hogar, o
sea limpiar casas por mi cuenta. En él habitaban de veraneo dos mujeres
entradas en años, cuando digo entradas en años hablo de los noventa, arriba o
abajo.
Las señoras en cuestión eran
hermanas y solteras, trabajadoras en su juventud en ministerios, huérfanas de
militar. ¿Qué por qué doy tantos datos? Se preguntarán. Porque quiero resaltar
que eran mujeres a las que la falta de la economía no las había visitado en su
vida. Tenían piso en Madrid mirando al parque del Retiro, un apartamento en
plena Costa del Sol, mirando a la playa, y del que eran asiduas en sus visitas
a dicho apartamento.
Su trato con los vecinos siempre fue amable, y
simpático; cuando me propusieron desde la portería el tema de limpieza… yo,
francamente, me desviví por atenderlas, claro está, no por el dinero, más bien
por el sentido de prioridad que una pone a veces, por aquello de mujeres solas…
mayores… amables…etc.
Bien, llega el día acordado, me
presento puntual, con ganas de ayudar, después de las sonrisas de presentación,
y de los saludos formales, les pregunto que qué quieren que haga, y que por
donde empiezo.
-
Bueno,
-me decía la más mayor-, puedes empezar por la terraza, te he preparado un
cepillo para que limpies las sillas de la terraza, que son de hierro y pintadas
en blanco, ¡mira qué bonitas son!
Me llevan dirección al balcón y caminan una detrás de la otra a paso tortuga,
lo normal a esas edades, yo lo entiendo. Me muestran el balcón y las sillas que
quieren limpiar, muy bonitas por cierto, de forja blanca, haciendo juego con la
mesita, muy ornamentadas, muy pesonas para mi gusto, no para el mío en
concreto, más bien pensaba en sus edades y fuerzas. Me da instrucciones para
que use un “bañito” (un cubito de plástico) con agua y amoniaco y un cepillo
para el trabajo.
-
¿…? ¡Era
un cepillo de dientes!
A decir verdad me quedé un poco perpleja, pensé que con eso me iba a tirar
todo el día, y viendo que aunque la casa no era grande, iba a echar más horas
de las que pensaba.
-
¿No
sería mejor usar un cepillo más grande? Les comenté yo, además si quieren
limpiar el resto de la casa se nos hará tarde.
-
No
tenemos otro, yo lo uso para limpiar por los agujeritos que son pequeños.
-
No se
preocupe yo traigo mi propio set de limpieza y creo que tengo uno más grande.
De todas formas usaré el suyo para las oquedades pequeñas.
No parecían muy contentas con la solución, pero las dejé pensándolo en el
balcón mientras yo me escapaba por un lateral en un descuido, en busca de mis
cosas de limpieza.
Ahí es donde me di cuenta de que el trabajo iba a ser más de psicología que
de limpieza, lo digo porque no me dejaban andar contándome toda su vida desde
que nacieron hasta ahora. Cada vez que intentaba coger agua de la cocina me
decían que en la cocina no entrase. ¿…? Yo necesitaba el agua, así es que me
dirigía al baño a ver si allí podía cogerla desde la ducha. Ahí estaba el
problema… el pasillo era estrecho, las dos mujeres escoltándome caminando a paso
de tortuga, hablándome de sus logros y su acaudalada familia. No podía meterles
prisa, ni decirles que me interrumpían mi trabajo; ante todo paciencia y
cortesía, me decía para mis adentros, pero me reconcomía de los nervios. En
ocasiones aprovechaba los descuidos de las dos hermanas para tomar un atajo por
la habitación que comunicaba con el balcón, y que me llevaba al baño. Menos mal
que se cansaban y se iban a sentarse al sofá a dar una cabezadita. ¡Les duraba
poco!
En cuanto abrían los ojos volvían a perseguirme, y a ponerse entre la
escoba y el recogedor. Volvían a mencionarme de nuevo sus actitudes para la
pintura y la escultura, me llevaban con el ¡mira! ¡mira! a donde tenían una
escultura hecha de papel de periódico pintada, y un cuadro que le habían hecho
a su difunto padre militar, ¡eso unas diez veces! No había manera de trabajar
en condiciones, para cuando me dejaban moverme ya no me acordaba qué estaba
haciendo yo, si barriendo o limpiando cristales. Y claro está, en cuanto me
localizaban con su lento andar volvían a escoltarme y a ofrecerme un zumito, “lo
habían comprado parta mí”, decían mientras me apuntaban a que usase un vaso
para tomarlo. ¡Qué lástima llegar a viejo y sólo! Aunque estas señoras eran dos
supongo que con los años que ya tenían era como estar solas, no había mucho que
contar, habían pasado toda la vida juntas.
Pues eso, que entre despiste y despiste podía
adelantar en el trabajo; cuando las veía venir a las dos en fila, y a pasito a
pasito, yo intentaba dar la vuelta en círculo por el salón al balcón, de allí a
la habitación y al cuarto de baño, y este a su vez daba al pasillo del salón.
Mientras hacían el recorrido me daba tiempo para limpiar algo. Me hablaban de
sus cosas desde lejos, y yo asentía con un “aja” desde lejos también, y cuando
las veía llegar otra vez les hacía el recorrido, pero esta vez al revés.
¡Pobres! Ahora me dan lastima, pero entiéndanme, es que si no lo hago así aún
estoy allí intentando salir del placaje que me hacían con sus charlas y
batallitas.
Con tanto paseíto persiguiéndome al final les dio
un sueño más largo y ahí las tenía a las dos en los sillones correspondientes
roncando a pierna suelta. ¡Ahora sí que pude adelantar bastante!
En un pis pas pude hacerles las camas sin que me
levantasen las sabanas tres o cuatro veces para enseñarme sus colchones nuevos,
me decían con sonrisita de media mueca: “Nosotras no nos orinamos”. Pude fregar
los suelos sin que me los pisoteasen, y limpiarles el baño con lejía sin que me
dijesen que olía muy fuerte.
Pero cuando iba a entrar a la cocina… ¡zas!, se
despertaron como a quien le suena una alarma de una central nuclear… y
enseguida me dijeron que en la cocina no; la verdad es que la cocina era lo
peor de la casa, ¡pero si en la cocina no, es que no! De nuevo volvieron a
rodearme en el estrecho pasillo de lo que da un apartamento de playa, y
volvieron a contarme de su bienestar en la casa de su padre militar, de sus
ganancias y su educación, de sus artes para los estudios y sus logros de
trabajar en ministerios etc… etc… Cuando les dije que a mí también se me daba
bien lo de la pintura y que había escrito algún libro que otro… sacando el
móvil pude enseñarles mi web y algunos cuadros que tenía expuestos… las dos se
miraron la una a la otra, y sin reparos me preguntaron que por qué me había
puesto a servir (servir en el argot de los años 50 querían decir ser una
criada, una chacha).
Ahí sí que me vine arriba yo y les dije: “Señora,
porque yo desde chiquita me dediqué a montar una familia y no a vivir de mis
padres, este trabajo me permite ganar un sueldo dignamente, atender a mi
familia numerosa, y a dedicar las horas al mundo laboral que a mí me vengan
bien, sin llevarme el trabajo a casa”.
¡ZASCA! ¡Prioridades señoras, prioridades! Cada
uno gasta su tiempo y vida en lo que le venga en gana. No les dije eso, por
supuesto, pero con ganas me quedé. Claro está que yo no tenía padres con
sueldazos ni herencias, ni piso en el retiro de Madrid, ni apartamento de playa,
pero si tenía una casa, y un monedero con dinero a diario, y la vida repleta de
todo.
¡Jolines! algo no debió de gustar porque no
volvieron a llamarme más. Me pagaron y adiós muy buenas. Lástima, porque yo las
tenía en estima por aquello de la edad y hacerle bien a los mayores. En fin, cosas
que pasan. ¿Saben qué? Al mucho tiempo me enteré del por qué no querían que
entrase a la cocina; una de las pocas veces que salieron a comer fuera se les
olvidó coger las llaves de casa a las dos, y claro a la vuelta no tenían como
entrar. Bajaron de nuevo a la portería y llamaron al portero en su hora de
descanso para que buscase a un cerrajero y poder entrar en su casa, pero cuando
este les dijo lo que cobraba… se llevaron las manos a la cabeza.
-“¡Qué barbaridad, válgame el señor!
¡Que no
venga, que con eso ponemos puerta nueva!
Mejor que entre el portero por la casa del vecino
y salte de balcón a balcón.
-Yo me decía para mis adentros: (Total, son cuatro pisos de altura, separados
por un cristal de vidrio armado que no se cae porque tienen una malla metálica
dentro, que si no ya estarían en la calle porque estaban como un puzle, y para más
inri el toldo estaba sujeto a la baranda, o sea que si se cae el portero…
hay más porteros para reemplazarlo)
Ahí es donde el portero me contó lo de no entrar a
la cocina, parece que guardaban las llaves en las cacerolas y algunas joyas de
valor entre los cacharros. Cosas de viejitos.
Con este relato quería dejar constancia de que las
prioridades de unos no son las de otros, cada cual pone énfasis en los asuntos
que mejor les convenga; ya ven, al final las pobres señoras fallecieron en una
residencia después de encontrarlas tiradas en el suelo de su piso de Madrid,
por tres días, parece que una se cayó y no podía levantarse, la otra fue a
ayudarla y se quedó también tirada en el suelo. El portero al ver que no
bajaban a comprar el zumo de las mañanas le extrañó y dio parte a las
autoridades. El juez se hizo cargo de las dos ingresándolas en una residencia,
sus pertenencias y sus ahorros fueron a parar a ONGs y a la iglesia. No tenían
descendencia, no quisieron gastar en su atención personal y se vieron
aguantando en una residencia el impedimento de no volver a su casa, por orden
del juez, hasta su fallecimiento.
Yo aquí estoy priorizando con mi futuro, si podré
entrar a una residencia cuando esté viejita, porque dinero no hay para lo que
piden, o meterme en casa de uno de mis hijos a molestarlos, ya veré llegado el
momento, ve tú a saber a dónde iremos a parar.
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